jueves, 20 de julio de 2017

El milagro de las palabras

Sin la palabra creadora no existirían ni Moisés, ni don Quijote, ni Úrsula Iguarán, ni los caballeros medievales, ni aquel otro que solo era una armadura sin nada por dentro.


Por: Reinaldo Spitaletta
Especial para El
PREGONERO DEL DARIÉN

En un sonoro poema de Edgar Allan Poe, un cuervo repite un estribillo melancólico: “Nunca más”. El hombre es el único ser de la naturaleza dotado con la palabra inteligente, no la palabra mecánica del loro, o del cuervo, o de la urraca, sino con un instrumento complejo que lo diferencia del resto de animales. Y lo encarama a la parte más alta de la evolución.

Con las palabras, si son creadoras, el ser humano puede alcanzar la dimensión (y la condición) de un dios. Suena a prepotencia y a herejía, pero es una verdad de fácil demostración. Las cosas empiezan a existir cuando las nombramos. El nombre no es solo signo de identidad, lo es también de vida, de ocupar un lugar en el universo. Por eso, con las palabras se crean mundos y personajes, historias y hasta monstruos de la razón y la sinrazón.

Acordémonos que Dios, el hebreo, el del Génesis, crea mediante la palabra. A su pronunciación aparecen las cosas y durante seis días se dedica a esa labor colosal de fundar el mundo mediante el verbo. “Hágase la luz…” y de inmediato las sombras se apartan para dar paso a la claridad, a un mundo visible. Con la palabra podemos hacer oscuridades y soles, hombres y fieras, jardines y selvas vírgenes
Sin la palabra creadora no existirían ni Moisés, ni don Quijote, ni Úrsula Iguarán, ni los caballeros medievales, ni aquel otro que solo era una armadura sin nada por dentro. La palabra crea imágenes. Y sonoridades. Las palabras duelen y festejan. Son posibilidades para mejorar el mundo y a nosotros mismos. ¿Qué imagen nos llega cuando pronunciamos la palabra cristal? ¿O campana? ¿O acuarimántima? Múltiples imágenes: visuales, sonoras, olfativas… Sin la palabra no hay lugar a la imaginación. El miserable mundo, sin ellas, sería tenebroso y sin memoria. Qué tal llegar a olvidar el nombre de las cosas y nuestro propio nombre. Qué tal caer en una amnesia colectiva, estar siempre navegando sobre las aguas del Leteo.

El desconocido (e impronunciable) nombre de Dios dio origen al gólem. Borges y Meyrink lo supieron. Qué sería de aquel hombre que, sentado en un templo, enmudece de pronto y no puede comunicarse con la deidad, que ya no puede decir “padre nuestro”. Ese es el infierno. Un lugar donde no hay palabras, en el cual nadie puede comunicarse, sino sucumbir ante un silencio que no es musical, sino doloroso. El desamparo. Lo enceguecedor.

El paraíso, entonces, es ese lugar (o no-lugar) en el que seguimos teniendo el privilegio de la palabra. Nadie, si conocemos los secretos de la palabra, nos puede expulsar de él. La palabra es una conquista, un ascenso hacia la libertad y hacia el conocimiento de mi semejante. La palabra es vida.
Reinando Spitalletta

Filón, griego y judío, anunciaba que las palabras crean las cosas. Palabras como hálito, como una propiedad de las deidades para crear y permanecer. El verbo es una suerte de taumaturgia, una mezcla de fórmulas e ilusiones, que devienen una alquimia de novelas y cuentos. ¿Cómo suena el esplín en la ciudad? ¿Y la italiana noia? ¿Qué palabras se quedan en los nidos y qué otras van tras el vuelo de las golondrinas?

En este recorrido que vamos a emprender, en una caravana verbal, con beduinos de desiertos imposibles, con donjuanes de conquistas a punta de palabras y no de espadas, nos encontraremos con el portento de Scheerezada, la que a bien tuvo, por su cultura, por sus viajes, por su audacia, salvarse gracias a las palabras. A las creadoras y encantadoras palabras. Y seguro viajaremos por mares desconocidos, antiguos, medievales, en los que había leviatanes y una zoología fantástica. Como el calamar de Verne. Como la ballena de Melville, portentos de un siglo de ciencias y revoluciones artísticas.

Caminemos hacia la luz. La palabra nos guía. La creadora palabra nos ilumina. La peligrosa palabra, que es antorcha y chispa que puede prender las praderas de la imaginación, nos hace ascender por una escalera al cielo. O al infierno, que también está hecho de verbo.

*(Introducción del libro Sustantiva Palabra, Reinaldo Spitaletta, Editorial UPB, Medellín)